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Pueblo y poder en América Latina. Las huellas de la ausencia (página 2)




Enviado por Gabriel Cocimano



Partes: 1, 2

Acallado el ruido de las
lanzas, sobrevino en Latinoamérica la instauración de una
clase
terrateniente vinculada al mecanismo de la exportación y la importación. El continente se
convirtió en un típico productor de materias
primas, con una clase señorial poderosa y una población de "pata al suelo", como
afirmaba Arturo Jauretche. En este nuevo sistema, el
inmigrante estaba mejor preparado para el comercio y
para la competencia -como
hijo de la sociedad
capitalista- que el nativo, proveniente de una sociedad donde
esas formas eran incipientes. Y, sin embargo, aquella sociedad
capitalista fue impuesta brutalmente en nombre de la
civilización y sin contemplar el
problema del hombre nativo
(Jauretche 1967).

A lo largo del siglo XX, América
Latina profundizó su dependencia de Europa y los
Estados
Unidos. La subordinación no fue solamente
económica; las grandes fuerzas internacionales elaboraron
cadenas más sutiles y efectivas: para perpetuar su
control, se
deformó la tradición histórica y cultural, y
se crearon ideologías sustitutivas opuestas a la
formación de una verdadera ideología latinoamericana. De alguna
manera, el poder
vernáculo ha resultado funcional a estos intereses, como
quedó evidenciado en la más cercana historia del siglo XX, con
los regímenes militares en los años '70, las
democracias formales de los '80 y el neoliberalismo
de los '90.

El divorcio entre
el poder político y el pueblo en América
Latina ha sido, por muchas razones, históricamente
sistemático. Fascinada por la imitación de lo
distante y por el repudio de lo próximo, la casta política continental
se ha gestado en la "excentricidad de la imitación -que ha
variado en sus motivos a lo largo de la historia (España,
Francia,
Inglaterra,
Estados Unidos)- pero que sigue siendo la expresión de una
identidad
enajenada, la marca de una
mimesis compulsiva o neurótica" (Restrepo Forero
1993).

El padre ausente: una
metáfora del poder

En su ensayo "
Madres y huachos. Alegorías del mestizaje
chileno
", la antropóloga Sonia Montecino
asocia la identidad latinoamericana a una forma o modelo de
familia: la
existencia de una gran madre presente y un padre
ausente
, en donde "la figura del padre
tránsfuga es la imagen del
poder", un poder apartado del pueblo, alejado de él como
aquel padre ausente lo está de sus hijos. Esta
alegoría del abandono del padre -el poder- se enmarca en "
el problema de la legitimidad bastarda, que atraviesa
el orden social chileno transformando en una marca definitoria
del sujeto en la historia nacional (…) La noción de
huacho que se desprende de este modelo de identidad, de ser hijo
o hija ilegítimos, gravitaría en nuestras sociedades
hasta nuestros días
" (Montecino 1991). El
poder ha abandonado a sus hijos, ha pasado sucesivamente de ser
padre violento a ausente, y ha instalado un sistema cultural
definido desde la condición de
orfandad . Y ¿qué ocurre
cuando esta figura está ausente? "Tanto o más que
el padre violento, el padre como huella aislada, como ausencia,
es más dañino (…) El padre que ignora es
más cruel que el padre que conscientemente daña"
(Alvarado Borgoño 2003).

El poder local, con su neurótica obsesión por
imitar al mundo europeo y norteamericano, ha despreciado y
olvidado a su pueblo, librándolo a su propia suerte. De
alguna manera, esto constituye una analogía de la dolorosa
experiencia del huacho , del abandonado
que debe hacerse a sí mismo en la precariedad, en el
vacío de afectos, y del progenitor como irresponsable
(Montecino y Obach 2001). La indiferencia
del poder político latinoamericano hacia los sectores
populares fue y es una huella incrustada desde siempre en el
imaginario local.

Ciertos rasgos de la identidad de género
masculino están presentes en las sociedades
latinoamericanas: el bajo énfasis en la figura paterna, la
identificación con la violencia
arbitraria y la voluntad de dominio.
Según Octavio Paz,
el macho representa al guerrero, al
seductor, pero no al padre. En México, la
frase "yo soy tu padre" no tiene ningún sabor paternal, ni
se dice para proteger, sino para imponer una superioridad, esto
es, para humillar. El padre desprecia a su descendencia por ser
el hijo de la chingada , el engendro de la
violación, del rapto o de la burla, reniega del hijo y se
rehusa a respetar y proteger a la madre. El mexicano, en tanto
hijo de mujer vencida y
guerrero vencedor ha internalizado -para Paz- una imagen
masculina brutal pero poderosa y admirada. Es por eso que el
guerrero se convirtió en una de las
grandes figuras mitológicas de la revolución
mexicana, imagen difundida ampliamente por la propaganda
estatal, el folclore y los medios de
comunicación (Fuller 1998).

De alguna manera, la ausencia paterna también
está ligada al fracaso del hombre
que escapa de sus hijos, toda una metáfora del poder
político. Como contraparte, la fuga
genera menos traumas en los cargos políticos: la presencia
del dictador, implica el ejercicio de un mecanismo de
poder/miedo, y viene a cubrir las huellas de la ausencia paterna,
pero a través de la utilización de la impunidad y la
violencia. " Hay un dicho popular que legitima la
violencia
-dice Sonia Montecino-:
‘Quien te quiere, te aporrea'. Lo que hay
detrás de esta frase es un tema de poder. Si yo te quiero,
tengo poder sobre ti y puedo aplicar violencia. En esa
línea podemos llegar a justificar el golpe militar.
Podemos decir que Pinochet nos quería tanto, que para
ponernos en el camino correcto tenía que ejercer
violencia; una línea peligrosa
" (Mena
2003).

Pero ese poder local alejado del pueblo es, a su vez,
despreciado por los poderes hegemónicos de las potencias
centrales. Breny Mendoza apunta cómo la elite
criolla-mestiza hondureña intenta reconstituir su
centralidad a través del discurso del
mestizaje
: para esta elite, el Otro -el negro, el
mulato, el árabe, el indígena vivo-
amenaza la unidad hegemónica de su
clase, y erige una hondureñidad en base a un supuesto
mestizaje único y total, a través de la
elaboración de legislaciones racistas y la
invención de símbolos nacionales tales como el cacique
Lempira, indígena lenca que luchó contra los
españoles en el siglo XVI y a partir de quien el Estado
determinó el nombre de la moneda nacional
hondureña. La estrategia de
este discurso
equivale a la expropiación de la historia de esos Otros,
para inferiorizarlos y convertirlos en pueblos sin historia.
Irónicamente, el mismo desdén utilizado por el
orden simbólico occidental, es decir, la
historiografía europea y norteamericana. Mendoza refiere a
" la problemática construcción de la masculinidad en
condiciones de ilegitimidad y bastardía que le son
impresas en la conciencia
mestiza. La literatura
latinoamericana nos habla del síndrome del padre
ausente y el repudio de la madre indígena en el mestizo
que crece sin el reconocimiento del padre. A través de
esto, aprendemos sobre la herida narcisista del hijo mestizo que
no recibe el poder simbólico del falo del padre al ser
excluido de la cultura
dominante del español
" (Mendoza 2004).

En el contexto chileno, Montecino afirma que, tras una
apariencia de poder masculino, se oculta una enorme dependencia
respecto de las mujeres, asociadas a la figura de la
madre . El hombre
depende de la mujer en un
sentido vital: eso es latinoamericano, pero en Chile está
muy acentuado. El hombre chileno, ni siquiera discursivamente
asumiría su dependencia de la mujer (madre). El rol de
madre de la mujer es tan absoluto que el padre se vuelve casi
prescindible (Mena 2003). En ese mismo sentido, el poder
político -sobre todo el de los regímenes
dictatoriales latinoamericanos- ocultó tras un velo
autoritario su servilismo y dependencia del poder occidental.
Según la antropóloga chilena, además, un
rasgo que marca fuertemente el machismo chileno -a diferencia de
los otros de América Latina– es la no asunción de
lo paterno; en los otros países un
macho tiene por obligación mantener
y ocuparse de todos sus hijos -legítimos e
ilegítimos- y también de sus ahijados. Su hipótesis esencial es la primacía
que tendría la condición de hijo ilegítimo o
huacho en la identidad cultural de su
país. Pero también es extensivo a todo el dominio
continental. En " La casa de los
espíritus
", la obra de Isabel Allende,
el hijo bastardo del rico hacendado Esteban Trueba -protagonista
de la novela
pretende vengar su condición de
huacho al torturar a la hija
legítima de aquel, en calidad de
oficial del ejército una vez instaurada la dictadura. A
su vez, en " El otoño del patriarca
", García
Márquez representa a un grupo de
mujeres ilegítimas del dictador, "más de mil
concubinas con sus recuas de sietemesinos que se encuentran en el
palacio después de su muerte"
(Rodríguez Vergara 2002).

Sin embargo, esa ausencia de padre tal vez no sea una
carencia, sino una ausencia legitimada ,
una forma cultural que, de dolorosa, pasa a ser ritual, un modo
particular de organizar las relaciones entre los géneros
en sociedades donde existen marcadas diferencias étnicas y
raciales. Ante la indiferencia del poder político, es el
pueblo el que genera sus propias estrategias de
supervivencia, sus propias redes sociales y sus
mecanismos rituales para combatir esa desidia.

En efecto, el pueblo ha generado, en los últimos
años, vínculos de solidaridad y
lazos sociales y espirituales prescindiendo de la inercia del
poder político. Ha canalizado en la protesta
social
-amplificada por los medios masivos
de comunicación- la necesidad de contrarrestar
su orfandad. De alguna manera, el hijo abandonado por su padre
parece reclamar definitivamente su lugar, dispuesto a tapar las
huellas de la ausencia.

Canonizaciones
populares: una práctica alejada del
poder

Desde la antigüedad, en todos los imperios la
contradicción entre el pueblo y las elites imperiales se
expresó, por lo general, en un dualismo religioso: el del
culto popular en oposición a la
religión oficial . Las grandes
religiones
constituyeron la única sistematización del conjunto
de las ideas y sentimientos colectivos (política, arte, ciencia, todo
existía pero fundido dentro de un solo cuerpo religioso)
y, además, los grandes dioses pudieron fusionar
espiritualmente a pueblos y naciones para facilitar las acciones
colectivas. Sin embargo, todos los procesos de
formación de las naciones e imperios antiguos fueron
acompañados de este enfrentamiento entre divinidades
centralizantes y las más antiguas de los cultos aldeanos y
tribales (Astesano 1979).

En América Latina se dio visiblemente este proceso, que
escondía en realidad la oposición entre las
comunidades y los estados centralizadores de las nuevas
sociedades. Más aun, acaso el conflicto
religioso haya sublimado las diferencias sociales internas entre
pueblo y poder. En el Perú, la unidad y la cohesión
del imperio incaico se concretaron alrededor de la
adoración de Viracocha. Sin embargo, el culto de este dios
" no pasó nunca de ser un culto de elite
(…) El pueblo seguía alejado de este dios
abstracto, indefinible, lejano y al margen de su vida; la
religión
del pueblo era el culto a los huascas, que perduró por
siglos y sobrevive todavía. En el Tahuantisuyo, el culto
del Sol era privilegio de la familia
reinante, y el pueblo no lo sentía como algo propio sino
más bien como algo inherente a la necesaria estructura
imperial
" (Lahourcade 1970). La burocracia del
incanato, aislada en el culto de Viracocha, erigió los
templos del sol como adoratorios reales; al igual que en el
antiguo Egipto, en
ellos el pueblo no entraba.

Posteriormente, con la instauración del cristianismo
en la América hispana, esta dualidad renovó su
vigencia, aunque se produjo un proceso de
sincretización que, en muchos
casos, disimuló la evidente contradicción. Es que
cuando la religión única es muy dominante, los
cultos populares aparentemente desaparecen, pero la
polarización reaparece dentro de la religión
oficial: el pueblo acepta las formas externas de la misma para
expresar sus propias creencias, y los sacerdotes se refugian en
el dogma; éste tipo de enfrentamientos sigue
viéndose hoy en la religión católica de
algunos pueblos como el peruano, en el que los indígenas
siguen practicando en los atrios o en las procesiones sus
antiguos cultos (Astesano 1979).

En algunos casos, el sincretismo produjo fenómenos de
masiva adhesión, como es el caso de la Virgen de
Guadalupe, en México. Figura esencial en el imaginario
popular local, es a la vez mito fundante
de una nueva cultura. "Allí hubo también un
extraño canje -dirá Roger Bartrá-: los
españoles aportaron a la Virgen de Guadalupe y los
indígenas dieron a cambio el
culto a Tonantzin, la antigua diosa de la Tierra"
(Fernández Poncela 2000). El marianismo ha cuajado muy
bien en la América hispana, se engarza a la idiosincrasia
y necesidades de su población: los nativos reencontraron
en la Virgen a la diosa madre que habían tenido en su
propia religión, y esta constituyó una potencia
unificadora como madre protectora y emblema de un pueblo
desvalido de identidad.

Pero, en otros casos, la religiosidad
popular
ha generado canonizaciones de seres a
quienes se adjudican la realización de verdaderos
milagros, prescindiendo del sinuoso camino de la autoridad
oficial en materia
religiosa. Esta religiosidad expresada por el pueblo se nutre en
la espontaneidad , y utiliza sus propios
mecanismos y criterios de valor en la
elección de sus figuras de culto. Muchas veces lo hace
aplicando los gestos exteriores y las
formas institucionalizadas de la
religión oficial -símbolos, ritos- aunque estas
formas sean resignificadas o reinterpretadas. Otras veces, en
cambio, refuncionaliza resabios de paganismo y prácticas
supérstites , en un curioso y
particular sincretismo .

Estas prácticas alejadas del
poder -representado por la ortodoxia
religiosa- se expresa en América Latina en innumerables
devociones de alcances locales, regionales o nacionales: cultos
tributados a ciertos personajes desaparecidos en forma
trágica o
heroica , o a aquellos que, asumiendo el
rol de iluminados o guías espirituales, quedaron en
la memoria
popular investidos con un halo de
veneración . Mecanismos de
identificación, admiración o piedad en el caso de
muertes horrorosas o de seres indefensos, son algunos de los
criterios de valor con que la espontaneidad popular eleva una
figura al altar colectivo. Por supuesto que se da en estos seres
una proyección de los deseos del
pueblo: es el caso de ciertos personajes que han sido elevados a
la categoría de verdaderos santos ,
por haber ayudado a los necesitados, suerte de vengadores de los
sufrimientos de la gente ante un sistema que los oprime y
margina. Haciendo gala de destreza y valentía, saqueaban a
los pudientes para ayudar a los desprotegidos. Algunas
crónicas de la época referían al famoso
bandido de la pampa argentina Juan Bautista Bairoletto como un
"delincuente romántico y generoso". Pero acaso uno de los
bandoleros que el imaginario popular ha convertido en profana
devoción y que cuenta cada vez con más devotos sea
el gauchito Gil , un personaje que
actuó hacia mediados del siglo XIX en Corrientes
(Argentina), un hombre perseguido por la justicia y que
gozó de un gran predicamento entre la gente del pueblo.
Sorprendido por una partida policial, fue colgado boca abajo de
un algarrobo y degollado. Desde aquel momento, el lugar del
sacrificio se convirtió en un verdadero sitio de culto y
devoción, hacia el que desfila año tras año
una inmensa cantidad de fieles. A diferencia de otras
canonizaciones populares, la del gauchito Gil no
permaneció circunscripta a un área de influencia,
sino que se ha expandido a lo largo del país.

La persistencia de estos cultos populares, muchas veces
efímeros pero otras arraigados en el imaginario social, no
hace sino confirmar en América Latina la existencia de
manifestaciones culturales ajenas al poder
(la religión oficial) aunque adopte sus propias formas y
no se construya en oposición a él. Estas
prácticas religiosas paralelas
verifican la distancia entre la estructura de un poder
jerárquico y los gestos espontáneos y
heterogéneos pero vigorosos de los cimientos paganos.

Los vivos y los
muertos

Fueron las elites políticas
locales las encargadas de diseñar los arquetipos fundantes
de cada nacionalidad
en el concierto latinoamericano. Por oportunismo o conveniencia
política, los dueños del poder erigieron los
emblemas nacionales en función de
una épica y una tradición cuyas glorias no opacaban
sus intenciones políticas. Así como la elite
hondureña alzó la figura de un indígena como
símbolo nacional pero ha desdeñado a las etnias
aborígenes actuales, la elite criolla argentina hizo del
gaucho Martín Fierro -el gran poema
de José Hernández- una figura arquetípica,
aunque pusiera empeño en perseguir y hostigar al gaucho
vivo.

Ante la pérdida de control de los recursos
nacionales a manos del capitalismo
norteamericano, el poder hondureño amenazado
utilizó el discurso del mestizaje
como discurso de protección, ignorando la presencia de
otras etnias no mestizas. Algo similar ocurre en el Perú
cuando se separa la historia del incanato del indígena
actual, a quien suele vérselo como un ente externo a la
historia de los incas (Mendoza
2004).

Al instituir al Martín Fierro
como símbolo de virtudes y valores
argentinos, la intelectualidad criolla local del siglo XX
postuló al gaucho como fundador
mítico de la nacionalidad;
pero, en tanto población rural libre y pobre -no
incorporado al mercado de
trabajo pero
empujado a él según las necesidades de la
explotación rural, o reclutados para el ejército-
el gaucho ya no existía. Por lo que la decisión fue
doblemente oportuna: no comprometía a nadie en
términos socio-políticos y, al mismo tiempo, el
gaucho podía postularse como símbolo de una esencia
nacional amenazada por la inmigración (Sarlo 1995). Al gaucho vivo se
lo persiguió y combatió, se lo arrestó y
obligó a servir al sistema
político y militar, pero al gaucho muerto
-decía Jauretche- se lo puede idealizar sin que reclame
aumento de jornales o forme sindicato.

De igual forma, la figura del
mensú y la explotación de
que fue víctima merecieron páginas recordatorias
cuando su infatigable silueta se extinguía. Trabajador de
los montes y selvas paraguayas y misioneras, el mensú fue
víctima de la humillación y el exterminio llevado a
cabo por las formas de explotación más crueles.
Entre fines del siglo XIX y principios del
XX, la juventud del
Paraguay y del
noreste argentino fue demolida por este sistema que enviaba
hombres monte adentro bajo el látigo y el Winchester, y no
los devolvía. En ocasión de los conflictos
sociales del Alto Paraná, cada vez que el mensú
intentó hacer valer sus derechos, estos eran
ahogados en sangre con el
pretexto del anarquismo. Los mismos medios de prensa que
atacaron sus reclamos propiciaron años después un
monumento recordatorio de la legendaria figura del mensú.
"Adhiero a la idea del monumento -había afirmado
Jauretche- pero reclamo que en el pedestal se transcriban en
lápidas los juicios contemporáneos de la prensa
colonial y las páginas en defensa del mensú cuando
era mensú vivo" (Jauretche 1967)

En Chile, la historiografía oficial también
incluyó entre sus héroes nacionales a figuras
míticas del mundo indígena con el fin de motivar
los deseos y propiciar las luchas por la independencia.
Así, héroes araucanos como Lautaro y
Caupolicán, entre otros, han aparecido como figuras
epónimas distantes, aunque sus herederos mapuches
comenzaran a ser despreciados por el poder eurocentrista de la
joven nación.
Los descendientes de aquellos araucanos erigidos en mitos por
razones de conveniencia política han sido, posteriormente,
despojados de sus tierras y considerados una raza vencida y
humillada (Valdivieso 2003).

El poder político latinoamericano ha apelado, de este
modo, a figuras legendarias o míticas forjadas en el
fragor de las luchas continentales para construir los emblemas de
cada nacionalidad. Alejadas del contexto que le dieron vida,
sólo se han convertido en una referencia sin contenido, en
la evocación de un pasado que ya no incomoda y, por tanto,
se hace funcional a las necesidades políticas de turno. Si
en vida representaron un peligro para las elites, la
desaparición de esas figuras míticas proyectaron la
hipocresía de la inteligencia
latinoamericana, al manipularlas a su antojo y conveniencia. Pero
cada vez que el pueblo reaparece, como una huella siempre
presente de aquel olvido, el aparato hegemónico
evidenciará síntomas que puedan sacudir su
indiferencia.

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(Universidad de Concepción) 2003, Nº 487, p.135-148.
ISSN 0718-0462

 

 

 

 

Autor:

Gabriel Cocimano

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